jueves, 10 de abril de 2014

¿De qué sirve?

Si todas las emociones cumplen alguna función en la vida, es de imaginar que la envidia, por poco envidiable que sea, también posee la suya. No se me ocurren demasiados beneficios al aplicarla a la existencia de los animales salvajes pero, sin lugar a dudas, en la sociedad pseudocivilizada, hay quien aprovecha para sacarle el mejor partido (a la de los demás). 

La envidia convierte en estrellas a aquellos que criticamos simplemente porque otros les admiran. Pretendemos demostrar que somos diferentes al resto, nosotros estamos por encima de sus encantos. En realidad, somos tan poco inmunes a ellos que incluso nos da algo de rabia que no sean nuestros. Se aplica la frase de Wilde: "Que hablen mal de uno es espantoso, pero hay algo peor: que no hablen". La polémica vende. Por este motivo la envidia enriquece a los cirujanos plásticos. Queremos los labios de Angelina Jolie (aunque la tachemos de hortera), el cuerpo de Sofía Vergara, la mirada de Lauren Bacall (a pesar de su famoso mal genio) y la nariz de Ana de las Tejas Verdes (sí, ya sé que quizás no encaja aquí, pero según Lucy M. Montgomery era excepcionalmente bonita). 

No sólo de cirugía plástica vive la cultura de la estética envidiosa. Algunos peluqueros se vuelven micos cuando sus clientas aparecen con una foto de Meg Ryan y pretenden que su peinado les siente igual que a la actriz. Los más listos, o con menos escrúpulos, hasta saben sacarle provecho a la situación. Cogen las tijeras, la navaja y las mechas y se ensañan en un corte y tinte moderno que deja tan espeluznada a su víctima que no se atreve ni a protestar. ¡Ay de la que se queje! La frase del eminente estilista será: "yo sólo he hecho lo que Ud. me ha pedido". Por supuesto semejante obra de arte tiene un precio (desorbitado). 

En la moda también encontramos ejemplos en los que esta se basa más en la envidia que en el gusto. Los iconos de moda se escogen por intereses, y también con votos comprados, unos criterios más que dudosos a la hora de juzgar la elegancia. Son muchos los que poseen medios pero carecen de gusto propio y dejan estas cuestiones en manos de un estilista personal que no siempre demuestra apreciarles. No importa, tanto los aciertos como los errores derivan en imitaciones y hasta crean tendencia. Eso sí, si a pesar de sus figuras perfectas y de toda la puesta en escena asociada, la indumentaria no les favorece ni a las famosas, su adaptación a la calle la convierte en un disfraz digno de la noche de Halloween. Embutirse en esa ropa conlleva con frecuencia no respirar, lo que hace impensable trabajar (supongo que eso justifica el que algunos no levanten ni un dedo salvo por requerimiento expreso de su entrenador personal).

Por desgracia no todo el provecho que se obtiene de la envidia resulta tan inofensivo. Ojalá todo quedase en un atentado a la estética en alas de la vanidad. El estrecho vínculo que la une con la ambición y la falta de tolerancia, llevada a la intransigencia del fanatismo, es la mecha que provoca que el mundo estalle (y que los traficantes de armas se forren). Mejor no entrar en esa guerra, ni en ninguna.

2 comentarios:

José Núñez de Cela dijo...

En realidad, no acabo de verle la utilidad.
Buen repaso.

Saludos!

Manuel Márquez dijo...

Hola, Sol, buenas tardes; de entre los numerosos defectos que me adornan, no es la envidia de los que más pesan, afortunadamente (por desgracia, ya hay otros que cubren el pesaje, y con hartura...).

Y no es que no haya habido momentos en que haya deseado ser como tal, cual o Pascual, por supuesto que los ha habido (humanos somos...), pero, por lo general, a lo que siempre he procurado aspirar es a ser una versión cada día un poco mejor de mí mismo (con magros resultados la mayoría de los días, por cierto). En fin...

Un fuerte abrazo y hasta pronto.